Pages

jueves, 14 de agosto de 2008

El racismo es sin duda la peor de estas abominaciones colectivas



El racismo es sin duda la peor de estas abominaciones colectivas. Establece que el color de la piel, la forma de la nariz o cualquier otro rasgo caprichoso determinan que una persona deba tener tales o cuales rasgos de carácter, morales o intelectuales. Desde el punto de vista científico, todas las doctrinas raciales son meras fantasías arbitrarias. Durante cientos de miles de años la especie humana no conoció ninguna variedad racial significativa; los antropólogos creen que hace unos sesenta mil años se debieron dar las primeras diversificaciones genéticas (por razones de adaptación climática o geográfica), pero probablemente todavía hace diez mil años los actuales negros y blancos compartíamos los mismos antepasados morenos. Además, los racistas clasifican a la gente según la pigmentación de la piel, por ejemplo, pero pasan por alto otros rasgos genéticamente más relevantes y que se distribuyen de forma diferente: por ejemplo, los grupos sanguíneos (A, B y 0). Al grupo B pertenecen el ochenta por ciento de los escoceses blancos, los habitantes negros de África central y los aborígenes australianos de piel morena. El tipo A se da por igual entre africanos, hindúes y chinos. ¿Por qué no decir entonces que los escoceses y los centroafricanos son de la misma raza? ¿O que hay una raza formada por chinos, hindúes y africanos? ¿Es más importante el color de la piel, porque se ve a simple vista, que nuestro grupo sanguíneo? Cuando nos van a hacer una transfusión, suele ser más prudente verificar el grupo sanguíneo del donante que su color de piel, la forma de sus ojos o de su nariz... Por supuesto, nada de esto tiene que ver con la aptitud moral de los hombres ni con su derecho a ser tratados igualitariamente como ciudadanos. Los distintos niveles de educación y las tradiciones culturales influyen sin duda en la forma de ser de las personas, pero no su raza. Lo más siniestro del racismo es que no permite ninguna reconciliación con el «otro», con el «diferente»: en efecto, uno puede educarse mejor, cambiar sus costumbres, sus ideas, su religión... pero nadie puede modificar su patrimonio genético. Por eso las contiendas ideológicas o religiosas pueden arreglarse alguna vez, mientras que no hay reconciliación posible para el estúpido odio racial. ¿Hay algún tipo de hombre inferior a los demás? Racialmente, no; pero ética y políticamente es inferior a los otros el que cree en la existencia racial de seres humanos inferiores...

…Los xenófobos siempre dicen que ellos no tienen nada contra los «otros» pero «deben reconocer» que padecen tales o cuales defectos, «objetivamente» considerados. Se inventan así las habituales calumnias (o los elogios de supuestas virtudes generalizadas) sobre los grupos humanos: los judíos son «usureros» pero «muy astutos», los negros y los andaluces son «perezosos», los norteamericanos son «infantiles», los árabes «traicioneros», etc.. En el fondo, estas vaguedades no hacen más que convertir rasgos de carácter o vicios que se dan en los individuos de cualquier grupo humano en definitorios de un colectivo en particular, como si cada uno de nosotros no tuviese personalidad propia sino que la recibiésemos impuesta de la colectividad a la que pertenecemos. Además, tales caracterizaciones (denigratorias o elogiosas, tan falsas son las unas como las otras) cambian de época en época, ya que no son sino apresuradas generalizaciones sobre la forma de vida de una sociedad en un momento histórico dado. Por ejemplo, a finales del siglo XVII los ingleses, que habían decapitado a su rey y reforzado el parlamento, tenían fama de revoltosos y levantiscos, mientras que los franceses —bajo el absolutismo del Rey Sol— pasaban por el pueblo más sumiso y ordenado de Europa: cien años más tarde, tras el enciclopedismo subversivo y la revolución francesa, los supuestos «caracteres nacionales» habían invertido sus papeles... Un poco más cautelosa en sus expresiones que el racismo puro y duro, a lo nazi, la xenofobia no predica el exterminio de los extraños ni su inferioridad intrínseca: «lo único que queremos es que se vuelvan a su casa; los de aquí somos de otra forma». Se da por supuesto así que los países tienen una forma de ser homogénea, eterna, que debe ser preservada de cualquier contagio foráneo. La realidad es muy distinta: todos los países han surgido de mezclas y acomodos entre grupos diversos; en los lugares y las épocas de mayor mestizaje étnico o cultural (la Jonia del siglo VI a.C., la Toledo de Alfonso X en la que convivían judíos, moros y cristianos, la Norteamérica de finales del siglo pasado y comienzos del nuestro a la que acudieron inmigrantes de todas partes del mundo, la Viena de 1900, etc...) se han dado los momentos más creadores de la civilización humana. Los grupos «puros», las razas «puras», las naciones «puras» no producen más que aburrimiento... o crímenes.