Partenón, el gran templo de Atenea |
Para conmemorar la victoria sobre los persas en Maratón en el año 490 a.C., los atenienses decidieron construir un templo a Atenea sobre la colina sagrada de la Acrópolis, que dominaba la ciudad. Diez años después, un nuevo ejército persa irrumpió en Grecia y, tras franquear el paso de las Termópilas, arrasó la ciudad de Atenas. Los vengativos persas se ensañaron especialmente con los edificios religiosos de la Acrópolis, de modo que el nuevo templo, que estaba todavía en fase de construcción, fue destruido hasta sus cimientos. Durante más de tres décadas, la Acrópolis permaneció en ruinas hasta que Pericles, aprovechando la buena situación militar y económica de Atenas, propuso a los atenienses su reconstrucción. La pieza clave del ambicioso proyecto era un nuevo templo a Atenea, la diosa tutelar de la ciudad, que iba a tener diversas funciones: custodiar el tesoro ateniense; conmemorar la gesta de Maratón o, en general, de las dos guerras libradas contra los persas, y, sobre todo, ser la residencia de una enorme estatua criselefantina (en oro y marfil) que debía realizar Fidias, amigo de Pericles y supervisor general de todo el proyecto. De hecho, se puede decir que templo y estatua estaban construidos el uno para la otra.
Desde cualquier rincón de Atenas se divisa la silueta blanca del Partenón sobre la rocosa colina de la Acrópolis. Incluso desde el puerto del Pireo se puede ver
el templo en lo alto, dominando el panorama de la ciudad. Pero cuando uno se acerca, advierte lo muy dañado que está el espléndido edificio que en su día albergó la gran estatua de la diosa Atenea, el templo que fue el símbolo y orgulloso emblema de la ciudad de Pericles, en los tiempos de mayor gloria de la democracia ateniense. El Partenón perdió gran parte de sus columnas y todo su techo, y de su magnífica decoración y sus relieves escultóricos casi nada queda. Sus ruinas revelan una larga y azarosa historia. Aun así sigue impresionando al visitante, por mucho que antes lo haya visto reproducido en mil ocasiones.
El Partenón se erigió entre 442 y 432 a.C., dentro del programa de reconstrucción impulsado por Pericles en la Acrópolis. La ciudadela había sido arrasada en 480 a.C. por los persas, que pegaron fuego a sus muros y destruyeron el antiguo Partenón, pero Pericles decidió reconstruirla con un nuevo esplendor que expresara el poderío de Atenas. Ese plan incluía la construcción de la gran escalinata de los Propileos, el vecino templo de Erecteo, el templete dedicado a la Victoria y el espectacular Partenón, en honor de la diosa patrona y protectora de la polis, Atenea Virgen (Parthénos). Los arquitectos Ictino y Calícrates habían construido un templo sin par, y Fidias, el gran escultor y amigo de Pericles, revisó con ejemplar maestría el genial proyecto.
De iglesia a mezquita
Durante los siglos siguientes, las diversas crisis y la decadencia política de Atenas fueron despojando a su Acrópolis de sus múltiples riquezas y de grandiosos monumentos. Sometida al dominio romano, algunos ilustres visitantes lograron adquirir allí famosas estatuas. A la destrucción contribuyó además un enorme incendio que tuvo lugar en el
siglo III d.C. Pero, sin duda, lo que más afectó a la conservación de los templos de la Acrópolis fue la llegada triunfal del cristianismo. A finales del siglo IV, el emperador Teodosio prohibió el culto a los dioses «paganos» y como consecuencia, la morada de la diosa Atenea –cuya estatua revestida de oro y marfil, esculpida por el genial Fidias, ya había desaparecido– fue reutilizada y consagrada como iglesia de la Virgen María.
A fines del siglo XII, cuando Atenas era ya tan sólo una pequeña ciudad de provincias, el arzobispo Miguel Coniata podía felicitar a sus fieles por acudir a adorar allí, en el espléndido templo de Nuestra Señora de Atenas, ya no a la falsa virgen Atenea, madre de Erictonio, sino a la Virgen María, madre del Salvador. La estructura del edificio no cambió mucho, pero la nueva sensibilidad religiosa introdujo algunos cambios en el interior y en las fachadas: se construyó un altar con baldaquino, se levantó un muro que cerraba los espacios laterales entre las columnas, se cambió la orientación de la entrada y se añadió una torre junto a la puerta. La decoración interior se enriqueció con brillantes mosaicos y en torno al altar se construyó un pequeño ábside, cerrando así la entrada oriental del antiguo Partenón.
Durante más de dos siglos, entre 1204 y 1456, la Acrópolis de Atenas estuvo en poder de distintos invasores procedentes de Europa occidental, desde francos a catalanes, para acabar en manos de una familia de banqueros florentinos, los Acciaiuoli. El Partenón dejó de ser una iglesia bizantina para convertirse en una catedral católica, y en su extremo sudoccidental se erigió una torre a modo de campanario. En ese tiempo llegaron a la ciudad algunos viajeros que nos dejaron descripciones del antiguo monumento. Un tal Niccolò de Martoni estuvo en Atenas en 1395 y escribió sobre ella en su Libro del peregrino. Más tarde, Ciríaco de Ancona la visitó dos veces, en 1436 y en 1444, y dejó noticias y algunos dibujos muy interesantes sobre el edificio.
La mezquita y el bombardeo
Tan sólo unos años después, en 1456, la ciudad fue tomada por los turcos. El sultán Mehmed II, conquistador de Constantinopla y soberano de un imperio que comprendía ya toda Grecia, visitó Atenas y expresó su admiración por la Acrópolis y su antiguo esplendor. Allí estableció una fuerte guarnición y convirtió la iglesia de Nuestra Señora, es decir, el antiguo templo de Atenea, en una brillante mezquita. La torre edificada para campanario por los cristianos quedó convertida en minarete para la plegaria del muecín, las pinturas y los mosaicos que decoraban el interior de la iglesia fueron blanqueados y el altar fue sustituido por el oportuno mimbar. Peor le fue al vecino Erecteion, que los cristianos usaban como iglesia, donde los turcos instalaron un notorio harén. La Acrópolis quedó cerrada durante siglos a los visitantes extranjeros, aunque algunos lograron contemplarla sobornando a los guardias turcos. Así lo hicieron dos famosos pioneros del turismo europeo en Grecia, Jacob Spon y George Wheeler, quienes en 1675 calificaron lo que quedaba del Partenón como «la más elegante mezquita del mundo».
Las crecientes hostilidades entre los turcos y los venecianos fueron la causa decisiva de la catástrofe del Partenón, en 1687. Los venecianos, adelantados en la lucha de la Santa Liga contra el Imperio otomano, asediaron con su flota la ciudad. Los turcos convirtieron el Partenón en el almacén de pólvora y armas, confiando que un lugar tan famoso quedaría a salvo del cañoneo de las fuerzas cristianas. Allí refugiaron también a mujeres y niños. El general veneciano, el sueco conde Koenigsmark, lo bombardeó sin piedad y una gran explosión arruinó el venerable edificio. El techo entero saltó por los aires y el centro quedó reducido a escombros, incluyendo unas treinta columnas. Quedaron en pie, aunque maltrechos, los dos extremos con sus frontones, separados por un gran hueco. El jefe de la armada veneciana, el ilustre Morosini, quiso llevarse a Venecia las estatuas centrales del frontón oeste, pero no lo logró. Ese despojo llegaría más de un siglo después, de manos de lord Elgin.
La gran explosión convirtió al Partenón en una triste ruina, mucho mayor de lo que ahora vemos, ya que la línea de columnas actual es el resultado de la reconstrucción de comienzos del siglo XX. Los venecianos abandonaron Atenas tras unos meses, porque su defensa les resultaba una carga y la ciudad era muy insalubre. De modo que los turcos volvieron a instalar una guarnición allí y construyeron en la Acrópolis, dentro del derruido Partenón, una pequeña mezquita. De los quebrados mármoles del Partenón se aprovecharon no pocas construcciones vecinas, y algunos turistas ilustrados se llevaron fragmentos del friso y pequeñas piezas de escultura. Por ejemplo, un gran coleccionista de antigüedades griegas, el embajador francés, el conde de Choiseul-Gouffier, logró hacerse con una magnífica metopa y un trozo de friso (ahora en el Museo del Louvre). Las ruinas del templo de Atenea quedaron expuestas al deterioro y al pillaje durante muchos decenios.
La explosión del Partenón en 1687
El asedio griego de 1827. En plena guerra de independencia, los griegos sitiaron a la guarnición turca en la Acrópolis e incluso planearon volar el Partenón. Óleo por Panagiotis Zografos.
Bombardeo del partenón en 1687. Grabado aparecido en el libro Attene Atica, de Francesco Fanelli, Venecia, 1707. Convertido en iglesia bizantina, luego en catedral católica y al final en mezquita, el Partenón se conservó casi intacto hasta que en 1687 un bombardeo veneciano prácticamente lo destruyó
La Acrópolis en 1863. En esta vista, los escombros de la explosión de 1687 son aún visibles. Óleo por Ippolito Caffi. Museo di Ca’ Pesaro, Venecia.
Fachada este del Partenón.Es la parte que ha resistido mejor las vicisitudes que ha sufrido el templo, incluida la explosión de 1687. Lord Elgin retiró en 1801 las estatuas que quedaban del frontón.
Pericles, el impulsor de la Acrópolis. Copia romana del busto de Cresilas.
Vista de la Acrópolis. En la década de 1930 se reconstruyeron las columnas del Partenón a partir de los fragmentos conservados en la explanada de la Acrópolis tras la explosión de 1687.
El símbolo del poder ateniense. En el año 449 a.C., Pericles persuadió a los atenienses de la necesidad de erigir en la Acrópolis un templo dedicado a Atenea, como testimonio de la grandeza de la ciudad.
Las inmensas columnas. Ocho columnas decoran los frontales del Partenón, y diecisiete sus flancos laterales. De estilo dórico, cada una mide 10,93 metros de alto y 1,91 de diámetro.
Los obreros del Partenón. Multitud de obreros especializados trabajaron en la construcción del Partenón, como muestra el óleo de la imagen, copia de W. Ahlborn de 1836.
La colina de Atenea. La Acrópolis acoge otros templos dedicados a Atenea, como el Erecteion, a la izquierda del Partenón, y el de Atenea Niké, en el bastión de la derecha.
Atenea, la protagonista. Los dos frontones del Partenón fueron las últimas decoraciones escultóricas que se llevaron a cabo. El del este, que apenas se conserva, narraba el nacimiento de Atenea.
Apodada «la malcarada» por su seriedad, esta koré, obra del escultor Eutidicos, se halló en la Acrópolis. Era una ofrenda votiva a Atenea.
Divinidades en el friso. Los dioses Poseidón, Apolo y Ártemis contemplan desde el Olimpo la procesión de las Panateneas en este fragmento de friso del Partenón. Museo Británico.
Acrópolis. Desde la colina vecina se tiene una imponente vista de la Acrópolis, lugar defensivo y de culto, y literalmente «ciudad alta» (156 m).
Erecteión Las sinuosas columnas del porche de las Cariátides.
Frente al Partenón se erigía el Erecteión, el templo más sagrado del conjunto. Fue construido donde, según la leyenda, se enfrentaron los dioses Poseidón y Atenea para poseer la ciudad. Lo más bello del edificio son las refinadas cariátides, las columnas con forma de cuerpos femeninos que sustentan el pórtico sur; las originales se guardan en el Museo de la Acrópolis. Aunque tras los Propileos solo quedan en pie el Partenón y el Erecteión, en la cima se contemplan otros restos como el altar de Zeus y los templos de Poseidón y Atenea Ergane (Obrera)
Desde los Propileos se puede abandonar la Acrópolis por la primitiva entrada, la actual Puerta de Beulé, nombre del arqueólogo francés que la descubrió en 1852. Por ella se desciende a los pies de la colina donde está el moderno Museo de la Acrópolis, abierto en 2009 y complemento imprescincible de la visita. Exhibe desde monedas a magníficas esculturas, frontones y frisos del Partenón y, bajo un suelo de cristal, restos hallados durante la construcción del edificio.
Lo mejor para despedirse del yacimiento es contemplar sus ruinas desde la vecina colina de Pnyx. Viendo virar el mármol de la Acrópolis del amarillo al fogoso carmín del atardecer, sobre los edificios blanquecinos, el viajero se da cuenta de la genialidad alcanzada por los atenienses que vivieron hace casi 2.500 años.
El símbolo del poder ateniense. En el año 449 a.C., Pericles persuadió a los atenienses de la necesidad de erigir en la Acrópolis un templo dedicado a Atenea, como testimonio de la grandeza de la ciudad.
Las inmensas columnas. Ocho columnas decoran los frontales del Partenón, y diecisiete sus flancos laterales. De estilo dórico, cada una mide 10,93 metros de alto y 1,91 de diámetro.
Los obreros del Partenón. Multitud de obreros especializados trabajaron en la construcción del Partenón, como muestra el óleo de la imagen, copia de W. Ahlborn de 1836.
La colina de Atenea. La Acrópolis acoge otros templos dedicados a Atenea, como el Erecteion, a la izquierda del Partenón, y el de Atenea Niké, en el bastión de la derecha.
Atenea, la protagonista. Los dos frontones del Partenón fueron las últimas decoraciones escultóricas que se llevaron a cabo. El del este, que apenas se conserva, narraba el nacimiento de Atenea.
Apodada «la malcarada» por su seriedad, esta koré, obra del escultor Eutidicos, se halló en la Acrópolis. Era una ofrenda votiva a Atenea.
Divinidades en el friso. Los dioses Poseidón, Apolo y Ártemis contemplan desde el Olimpo la procesión de las Panateneas en este fragmento de friso del Partenón. Museo Británico.
Acrópolis. Desde la colina vecina se tiene una imponente vista de la Acrópolis, lugar defensivo y de culto, y literalmente «ciudad alta» (156 m).
Erecteión Las sinuosas columnas del porche de las Cariátides.
Frente al Partenón se erigía el Erecteión, el templo más sagrado del conjunto. Fue construido donde, según la leyenda, se enfrentaron los dioses Poseidón y Atenea para poseer la ciudad. Lo más bello del edificio son las refinadas cariátides, las columnas con forma de cuerpos femeninos que sustentan el pórtico sur; las originales se guardan en el Museo de la Acrópolis. Aunque tras los Propileos solo quedan en pie el Partenón y el Erecteión, en la cima se contemplan otros restos como el altar de Zeus y los templos de Poseidón y Atenea Ergane (Obrera)
Desde los Propileos se puede abandonar la Acrópolis por la primitiva entrada, la actual Puerta de Beulé, nombre del arqueólogo francés que la descubrió en 1852. Por ella se desciende a los pies de la colina donde está el moderno Museo de la Acrópolis, abierto en 2009 y complemento imprescincible de la visita. Exhibe desde monedas a magníficas esculturas, frontones y frisos del Partenón y, bajo un suelo de cristal, restos hallados durante la construcción del edificio.
Lo mejor para despedirse del yacimiento es contemplar sus ruinas desde la vecina colina de Pnyx. Viendo virar el mármol de la Acrópolis del amarillo al fogoso carmín del atardecer, sobre los edificios blanquecinos, el viajero se da cuenta de la genialidad alcanzada por los atenienses que vivieron hace casi 2.500 años.